Salve, raza no vencida de bravísimos leones
que enroscadas las melenas en la red de tus pendones
esparciste por los orbes ese espíritu español;
pabellón de la hidalguía, soberana sin segundo,
que lloraste en tus conquistas, galopando por el mundo,
por alfombra los dos polos, por corona el rubio sol.
¿Dónde están las tropas épicas y las guzlas y las liras
que pregonan tus hazañas? Con las dos sangrientas piras
de Sagunto y de Numancia tu epopeya comenzó;
la bravura ele tus héroes ni flaquea ni se doma,
y las huestas que lanzara sobre ti la vieja Roma,
en la roca de sus pechos los furores estrelló.
Tus cachorros, con los garfios y los bieldos de sus garras,
aventaron las gumías y las torvas cimitarras
en las bárbaras refriegas contra el moro y el infiel;
y la lucha gigantesca que por siglos se prolonga
en los riscos que Pelayo defendiera en Cobadonga
derramaba la semilla de sus bosques de laurel.
Y empezaron tus cruzadas, raza altiva y belicosa;
oh, Granada con su Alhambra, flor del darro y del genil!
Oh, recuerdos del Salado y las Navas de Tolosa!
En los mares de estas glorias dibujaron sus estelas
los Alfonsos y los Cides, los Fernandos e Isabelas,
y lloró el mismo Máhoma con los ojos de Boabdil.
Ya los lobos carniceros no mordían tus entrañas,
oh, Leona bien temida! Bajo el sol de tus hazañas,
sin las flechas de muslines, bien podías descansar.
Pero no, que los tus hijos de acerado y noble pecho
encontraban almohadones de mullido y blando lecho
en el filo de las armas y en el rudo batallar.
Era el mundo asaz estrecho para el astro y la fortuna
de los bravos que estrellaron con su Cruz la Media Luna,
y en la sierra de unas olas otro mundo apareció.
Y Colón, aquel sublime y atrevido navegante,
arrancándolo del seno del sublime y fiero Atlante,
lo tomó sobre sus hombros y hasta España lo llevó.
Fue la perla más preciada, la más rara maravilla
engarzada en la corona de la reina de Castilla,
su poema más completo, su más fúlgido laurel;
y el enjambre rumoroso de la ibérica colmena,
con el alma de aventuras y de sueños toda llena,
voló en busca de las flores del Atlántico vergel.
La conquista alzó sus alas y movió su enorme carro:
Oh, heroísmo de Valdivia, de Cortés y de Pizarro,
que encendieron en América las antorchas de la luz;
y empinando a su vencida sobre el trono del progreso
estampaban en sus labios el sublime y casto beso
de su idioma y sus creencias, de su espada y de su Cruz.
Y tu raza no dormía, Madre España; con sus lauros
hacinados a la espalda, avanzaban cual Centauros
tus falanges de guerreros por la tierra y por el mar;
y queriendo hacer tus glorias y tus límites más grandes,
enterraban sus pendones y sus picas allá en Flandes
o escribían en Lepanto su epopeya secular.
Y a la par de las espadas, cosechaban los laureles
en las lides de las artes, plumas, liras y pinceles,
con las obras estupendas de su recia insporación.
Y las musas revoltosas de poetas y escritores
se arropaban con los lienzos de los mágicos pintores
en los sueños de Cervantes, de Murillo y Calderón.
Teodoro Palacios
español; 1885 - 1938
¡Salve, raza!