Era chiquita y bonita
como la flor del almendro...
Almendrito almendrero,
zarcillitos de aljófar
columpiaba en el viento.
Como la flor del almendro
–¡ay, sí!–
como la flor del almendro
–¡ay no!–
Víno el relente marcero
y el almendrito se heló.
Y ahora dime, buen amigo,
¿qué haré yo
tan solito y sin compaña
que me dé conversación?
¡Flores de almendro,
flores de almendro,
en la frente, en los carrillos
y en la punta de los dedos!
Era aquella a la que un día
dijo, al pasar, el barquero,
una mano en la cintura
y la otra mano en el remo,
que a las muchachas bonitas
no les cobraba dinero...
Aunque nunca me lo dijo
–¡ay no!–
yo sé bien que me quería
–¡ay sí!–
Calle abajo, calle arriba,
para verme de venir,
el visillo levantaba
su mano de serafín.
Y cuando ya estaba cerca
–¡ay sí!–
para que no me marchara
–¡ay no!–
tan despacio y serenita
se salía a su balcón,
me miraba de rabillo
bordando en su bastidor.
¡Válganme Dios de los cielos,
la Virgen de los Palmares
y el que inventó los tormentos!,
¡qué salada era su cara,
y qué bien hecho su cuerpo,
como plata cordobesa
en las manos de un platero...!
Delgadita de cintura,
como junco marinero;
los ojos coma la mora
y el colorcito moreno...
–¡Ay.
y el colorclto moreno!–;
los pies como dos milagros
y azabache el largo pelo;
en la boca le brillaban
piñoncitos piñoneros...
Diez y seis años tenía,
–diez y seis capullos tiernos–
Y se llamaba, llamaba
Francisca Sánchez Romero.
Calle de las Cuatro Fuentes
esquina de aquel convento,
con tus cancelas caladas
y tu rincón berroqueño:
del roce de mis zapatos
comidas tus losas tengo!
Tus veinticinco portales
–¡mira tú qué bien los cuento!–
como veinticinco lobos
se me colgaban del cuello;
veinticuatro me sobraban
si uno solo estaba abierto.
Calle de las Cuatro Fuentes
–¡ay sí!–
esquina de aquel convento
¡ay no!
¡Eran tus cuatro farolas
los clavos de mi pasión!
¡Qué pena tengo,
Francisca Sánchez,
Francisca Sánchez Romero,
hija de don Juan Antonio,
coronel de un regimiento!:
yo me quería casar
contigo... y soñé despierto.
Que en vez de tu igual, yo no era
más que un mocito barbero,
y tus padres te querían
monjita en un monasterio.
Una tarde de verano
–¡Dios, y cómo la recuerdo!–
Una tarde de verano
te sacaron de paseo.
Desde el zaguán del maestrante
vide salir el cortejo.
Eras una luna blanca
entre nubarrones negros:
mantilla de tafetán
y jubón de terciopelo,
Pulseritas en tus brazos,
y anillitos en tus dedos.
Con el sombrero a la cara,
yo te seguía a lo lejos
–calle de las Cuatro Fuentes–
como quien sigue a un entierro...
Al revolver de la esquina,
estaba el convento abierto;
salieron todas las monjas,
todas vestidas de negro,
en dos filas las profesas,
la abadesa presidiendo
con su báculo de plata
y una cruz verde en el pecho.
Todas las monjas, ¡qué pena!
todas vestidas de negro,
te agarraron de la mano
y te metieron adentro.
Te empezaron a quitar
los adornos de tu cuerpo:
¡con el frío de la muerte
se me calaban los huesos!
¡Adiós, pulseras y anillos,
que ya nunca más os veo!,
¡enaguas encañonadas
y encajes de tanto precio,
abaniquito de nácar
y broche de camafeos,
zapatitos de charol
y gargantillas del cuello.
¡Pero lo que más sentías
era tu mata de pelo.
–¡No la cortes, abadesa,
no la cortes que me muero!
Tijeritas de plata y oro
–tris, tras–, no te oyeron;
–tris, tras– con tus rizos
alfombra de iban haciendo...
Tris, tras ¡y a mí me cortaban
venas, tendones y nervios!
Francisca Sánchez,
Francisca Sánchez Romero.
¡Lo que más sentías tú
era tu mata de pelo!,
negra, sedosa y tan larga,
que te llegaba hasta el suelo,
como un pedazo de noche
caído del firmamento.
Tris-tras, tris-tras– ¡ay sí!–
tris-tras, tris-tras– ¡ay no!...
Tijeritas de oro y plata,
acabad ya, por favor,
y cortadme de una vez
las telas del corazón.
¡Válgame el Dios de los cielos,
la Virgen de los Palmares
y el que inventó los tormentos!
Entre un asiprés y un cirio,
entre un pozo y un lucero,
cavando estarán tus manos
tu sepultura en el huerto:
cruces de reja e guardan
amortajada en tus velos.
¿Qué estarás haciendo ahora,
Francisca Sánchez Romero,
que ahora dicen que te llamas
María del Sacramento?
¡Ay de tu cintura fina
como junco marinero!
¡Ay de tus piñones blancos!
¡Ay de tu color moreno!
¡Ay de los ayes del mundo!
¡Ay de tu mata de pelo!
Tu mata de pelo...
¡Ay, quién la tuviera ahora
para enroscársela al cuello!
Manuel de Góngora Ayustante
español
de: https://www.flickr.com/photos/11299883@N08/2199230523