Hoy, cuando el tranvía cruzó la calzada,
sentí unos deseos locos de llorar;
la tarde era triste, tan triste y nublada
como aquella tarde que te vi marchar.
La estación erguía su nueva fachada;
los trenes pasaban con rudo ajetrear,
y en aquel gran banco, cerca de la entrada,
dos novios se aislaban para platicar.
Por la ventanilla me asomé. A lo lejos,
las luces brillaban con vagos reflejos:
y ahogando el sollozo próximo a brotar,
descendí pausada la recia escalera
y en aquel oscuro banco de madera,
como en otros días, me senté a esperar...
Uno a uno, veinte, treinta pasajeros,
fueron descendiendo del enorme tren;
sonaban sus pasos, firmes o ligeros,
sobre el duro asfalto del pequeño andén.
¡Oh, si tú vinieras! –pensé con un loco,
furioso deseo de verte llegar;
y cuando a lo lejos asomaba el foco
verde que avanzaba, me echaba a temblar.
El pulido acero de las paralelas,
ante mí mostraba sus líneas gemelas.
«Sin poder unirse juntas marcharán...»
Y evoqué la vieja lección aprendida,
pensando que fueron tu vida y mi vida
líneas paralelas que no se unirán...
Rosario Sansores
mexicana